1. Como animales


    Fecha: 27/12/2017, Categorías: Zoofilia Autor: Anónimo, Fuente: RelatosEróticos

    Ella acostumbraba tomar sol desnuda o poco menos. La casa, ubicada en una ciudad de la Argentina donde el clima es casi todo el año templado, tiene un amplio jardín, donde yo, por mis ocupaciones, paso la mayor parte del día entre plantas y flores y allí se refugiaba ella, tras una gran mata formada por distintos arbustos, donde nadie podía verla desde los amplios ventanales. Por lo demás, sus padres trabajan fuera desde la mañana a la noche –ambos son profesionales—y pocas veces el personal de servicio salía fuera, como no fuese un hombre que normalmente lo hacía por la mañana, cuando ella estaba estudiando en la Facultad –de Veterinaria según oí decir-- de una ciudad más grande y cercana. Por la tarde, salía con sus libros de estudio, la mayoría de ellos sobre perros, con muchas fotografías que yo solía mirar de lejos. Se sacaba la ropa lentamente, acariciando su cuerpo con la tela que iba deslizando voluptuosamente en una especie de ceremonia que no yo podía dejar de mirar aunque ella me ignoraba o parecía ignorarme. O, quizá, disfrutaba sabiendo que había alguien que la contemplaba. Primero se sacaba la parte superior e iba dejando al descubierto su vientre liso, su ombligo y luego sus tetas, porque no llevaba nunca nada debajo. Después hacía lo mismo con su pantalón o su pollera, todos muy cortos para exhibir unas piernas espléndidas, largas, y quedaba su tanguita minúscula ocultando apenas parte de un pelo tan dorado como su larguísima cabellera de bucles copiosos ...
    ... que le llegan hasta la cintura, tan contrastantes con mi pelo, renegrido, lacio y muy corto. Y no es la única diferencia: ella es bastante mayor que yo. Al darse vuelta para ubicar su ropa en el respaldo de la silla quedaban ante mí, deslumbrantes, sus nalgas redondas, firmes, no muy grandes aunque sí generosas entre las que se perdía la tirita de su tanga. Era (es) realmente inquietante, tentadora, excitante. Incluso para mí que, quizá, por mi condición, no debiera haberla contemplado y hubiese sido más lógico que pensara en otras hembras más acordes. Aquella tarde, como siempre, llegó a su lugar predilecto, se desvistió con esos movimientos voluptuosos, tomó uno de esos libros que acostumbra leer –tenía la fotografía de un hermoso braco de Weimar en la tapa—y se sentó en la silla. Yo, desde detrás de unas matas no podía, ni quería, dejar de vigilarla. Estuvo un rato mirando el libro y en un momento, muy lentamente, comenzó a manosearse. Hacía suaves movimientos, primero circulares en el vientre, justamente en el límite entre la piel y la tanga, luego inició un vaivén lánguido con las yemas de los dedos por la parte interior de sus muslos, uno y otro, uno y otro, también hasta donde la tanga le impedía tocarse. Volvió al vientre y ya no respetó ese límite: introdujo la mano bajo la minúscula tela y se notaba que sus dedos iban buscando más abajo hasta que se detuvo en el lugar preciso y se podía ver cómo el nudillo se elevaba cada vez que palpaba esas profundidades. Casi ...
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