Su carne y mi leche
Fecha: 27/08/2018,
Categorías:
Confesiones
Autor: ámbar coneja, Fuente: CuentoRelatos
Hace 15 años que tuve la suerte de abrir mi propia carnicería. Antes teníamos una sociedad con mi hermano, y juntos atendíamos un mini mercadito. Pero la cosa se fue al carajo porque el muy tarambana piropeaba a las mujeres, les hacía chistes sexuales incomodándolas, les hacía descuentos considerables de puro pajero y, la gota que rebalsó el vaso fue cuando manoseó a una pendeja. Por lo tanto, para mi tranquilidad preferí trabajar solo, con mis empleados, mis horarios y mi local. Me va bastante bien dentro de todo, y me alcanza para darles de comer a mi esposa y a mi hijo de 16 años. Pero, el tema es que rompí mi promesa de no comportarme como mi hermano. Había salido asqueado de aquel negocio que compartíamos. Por eso, no voy a justificarme, pero a mi favor, no había manera de pensar cuando Sandra entraba a comprar. Ella es una treintona con unas tetas siempre escotadas, de pezones transparentados por las remeritas livianas que se pone hasta en invierno, con ojos negros, un culo bien parado habitualmente con la calcita bien metida en la zanja, una sonrisa sugerente, y casi siempre un doble sentido innato para referirse a los productos que compraba. La mayoría de las veces llevaba pollo o milanesas preparadas. Pero cuando tenía ganas de otras cosas se hacía la linda. ¡Aldito, espero que tengas un rico choricito para mí, mirá que tengo mucha hambre! ¡supongo que me guardaste la morcilla más larga no?! ¡hoy me voy a llevar un kilito de nalga, que no son como las mías, pero ...
... bueno, creo que yo también estoy para comerme toda! Son algunas de las frases que recuerdo que me decía, a veces con un dedo en la boca, arreglándose el escote o agachándose para levantar lo que se le cayera al suelo, medio a propósito. Esto lo hacía en general cuando quedaba un solo cliente. Mis ojos no podían hacer la vista gorda a semejante perra. Pero tampoco quería creerle a Roberto, el pibe que cobraba en la caja, cuando me decía que Sandrita se me estaba insinuando porque necesitaba un buen polvo. En cambio Teresa, que es la encargada de vender pollo, huevos y quesos me dijo tal vez un poco celosa que esa chica no me conviene, que parece conventillera, que para ella ni se depila, y que por algo está sola, además de recordarme mi estado civil. Roberto quería convencerla con eso de que seguro que los tipos no la entienden, pero que yo tenía que ocuparme de saciarla. Mi mente carburaba a pleno, mi sangre se alborotaba cada vez que ella aparecía con su perfume extremadamente dulce y barato, y la pija se me endurecía sin piedad cuando era testigo de sus provocaciones un tanto más osadas. Una mañana le dijo a Teresa: ¡mi reina, no tenés lechita por casualidad?, parece que para mí no hay leche por ningún lado! Y me guiñaba un ojo con picardía. Pude soportarla un par de semanas más. Hasta que otra mañana decidí cortar por lo sano. Esa vez no había ningún cliente, y nadie estaba por entrar. Eran las 10 cuando llegó, y me dijo: ¡Cómo estás Aldo?, no sabés la noche que pasé, y creo ...