1. El renacer de un viejo 2. Follado y humillado


    Fecha: 16/03/2018, Categorías: Sexo con Maduras Autor: Yakul, Fuente: SexoSinTabues

    Nuestro viejo continua su viaje por un mundo algo sordido Era evidente que después de ese primer encuentro con Laila a mi padre se le había saltado un relé. Parecía como si hubiera descubierto… no, descubierto no. Como si hubiera recordado una vida sexual que había dejado aparcada durante muchos años y que para todos nosotros era todo un misterio. Parecía como si hubiera logrado dejar a su familia al margen de todas sus perversiones. Lunes 17 de marzo de 2006 Desde la paja que me hizo Laila lo veo todo un poco más claro. Durante los cuarenta años que había durado mi matrimonio jamás le puse los cuernos a mi mujer, y no fue por falta de ganas, no, si no por respeto a ella simplemente. Como mujer era genial, pero como amante siempre fue pésima. Nada de sexo anal, casi nada de sexo oral. Si lo había nada de tragarse mi corrida. Nada de juegos sexuales. De posturas, el misionero y rara vez a cuatro patas. En fin, cuarenta años de monotonía y muchas pajas. Pero ahora puedo hacer lo que me dé la gana. Bueno, lo que me dé la gana y me deje mi limitado presupuesto. Tras el pajote, Laila siguió trabajando como si no hubiera pasado nada. Al finalizar me dijo que no vendría en los próximos diez días porque iba a visitar a su hermana en Francia. Se dio la vuelta y se fue. Ni sombra de remordimientos ni de vergüenza. Ese culo y esas tetas enormes ensambladas en un cuerpo gordo se fueron tranquilamente tras haberme follado el culo. Pasados unos días decidí que tenía que retomar una vida ...
    ... sexual activa, y que en cuanto Laila volviera le propondría algo, no sabía aún muy bien el que, pero sabía que me la tenía que follar hasta por las orejas. Mientras tanto decidí seguir el camino que había seguido el dedo de Laila. Sabía de un travesti ya entrado en años y algo en carnes que se follaba a los viejos por una cuarta parte de lo que cobraban los travestis del centro. Así decidí coger el autobús a media tarde hasta el barrio en el que vivía Silvia la cerda, que así la llamaban los que había disfrutado de sus habilidades. ¡Por veinte euros no ibas a querer lujos! Llegué a la puerta de la casa unifamiliar donde vivía Silvia. Era un edificio antiguo, de los años cincuenta, mal cuidado, con la pintura descascarillada, y con los cristales de algunas ventanas rotos y tapados con cartones. El barrio estaba igual de bien conservado que la casa, y pronto descubriría que estaba igual que su dueña. Llame a la puerta. No abrió nadie. Volví a llamar. No abrió nadie. Insistí. Cuando ya me iba a ir se abrió la puerta. He de decir que nunca había visto a Silvia la cerda, porque si no, no hubiera ido allí en la vida. Era un tío de unos cincuenta años, delgado de brazos y piernas, pero gordo de barriga. El pelo grasiento le caía por encima de los hombros sin orden ni concierto. Hacía mucho que una peluquera no tocaba esa cabeza. El color era entre blanco-pus y castaño-mierda de gato. Una nariz grande imperaba en una cara amorfa por culpa de las hormonas o sabe Dios de que. Al abrir la ...
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