Seducida por el verdulero (1)
Fecha: 21/09/2025,
Categorías:
Infidelidad
Autor: Alma Carrizo, Fuente: CuentoRelatos
El recuerdo de Beto todavía me quemaba las entretelas. No era un galán, ni cerca. Tenía la nariz un poco torcida, las manos ásperas y una sonrisa que no sabía si era tímida o canchera. Pero ahí estaba lo jodido: me miraba como si ya supiera cómo me gemía. Y yo, en vez de espantarme, sentía que se me hacía un nudo en el estómago.
Seis años mayor que yo, nada exagerado. Pero bastaba con cómo se paraba, con ese aire de “no te voy a rogar, pero sé que vas a caer”. Mi marido en ese momento estaba demasiado ocupado viajando —o, seamos honestas, cogiéndose a quien fuera— para notar que yo también tenía mis escapadas. ¿Hipócrita? Quizá. Pero cuando la pasión en tu casa es un fantasma, terminás buscando calor donde sea.
Y Beto… por favoor. No hubo flores ni promesas. Solo un par de frases secas, una mano que se posó en mi cintura como si ya me conociera de antes, y yo, en vez de sacármela, apreté los dientes para no gemir. Porque era eso: me trataba como la puta que sabía que era, sin adornos. Y a mí, después de años de matrimonio gris, me volvía loca.
Ahora, de vuelta en casa, cada vez que mi marido se iba “de trabajo”, yo me quedaba mordiendo el labio, imaginando otra vez esas manos que no pedían permiso. Porque al final, ¿qué tan santa podía hacerme si hasta el roce de la silla me recordaba lo mojada que estaba ese día?
La mañana lucía diáfana cuando llegué al edificio. Llevaba un traje de lino color hueso, holgado pero que, pese a mi esfuerzo por vestir con ...
... discreción, no lograba ocultar del todo la línea de mis caderas ni el escote que se insinuaba bajo el blazer. Mis tacones —altos, pero discretos— resonaban en el mármol del vestíbulo, marcando un ritmo que solía hacer que los hombres apartaran la mirada con respeto.
Hasta que tropecé con los cestos de verduras obstruyendo la entrada.
—¿De quién son estos? —pregunté al guardia, con esa voz que sabía equilibrar elegancia y firmeza.
—Un conocido de la señorita Ángela, doña Alma —respondió él, casi susurrando.
No añadí nada. Avancé hacia el interior, pero una presencia me detuvo en seco.
Él estaba allí.
No era alto —de hecho, yo lo superaba en varios centímetros, incluso sin los tacones—, pero su corpulencia era innegable: brazos gruesos por años de cargar peso, una camisa de algodón desgastado que se adhería a su torso ancho, y manos grandes, con nudillos marcados y tierra bajo las uñas. Su rostro tampoco seguía cánones de belleza: nariz fuerte, labios gruesos y una barba de dos días que le daba un aire descuidado. Pero había algo en su mirada… una intensidad quieta, como si ya conociera cada uno de mis secretos.
Pasé junto a él sin decir palabra, pero sentí el calor de sus ojos recorriéndome. No era la mirada tímida de los ejecutivos que bajaban la vista ante mi autoridad, ni la de los jóvenes que se ruborizaban al ser descubiertos. Él me observaba con una franqueza que hizo que mi nuca se erizara. Al llegar al ascensor, me volví ligeramente, solo para confirmar lo ...