La mili
Fecha: 19/06/2018,
Categorías:
Gays
Autor: Anónimo, Fuente: RelatosEróticos
... bandera. Agarrándola por la base se la metió de un golpe. ¡Cómo apretaba el muy cabrón! Tenía un culo sabroso, que hacía notar su presencia en toda la follada. Y allí, pellizcándome los pezones, acariciándose como una puta, saboreó mi nabo a todo meter. Como había hecho cuando me follaba, las primeras penetraciones, tras la entrada triunfal con la que se inició, fueron largas, meditadas, deliciosas; después el ritmo iba ganando en frecuencia, como si cada perforación no saciara el hambre que la guiaba, sino que la aumentaba hasta valores difíciles de categorizar. Lo más jodido y lo mejor de este polvo era que yo no llevaba el control. Cuando te follan, aún te puedes acoplar de alguna manera, tratar de contrarrestar sus acometidas, cerrándote un poquillo más, o por el contrario azuzarlo para que te dé más caña. Pero cuando "follas" de esta manera, no hay modo de llevar el ritmo. Estaba atado, y sus incursiones eran tan frenéticas y potentes que me sepultaban. Así que durante todo el polvo no hice otra cosa que jadear como una perra en celo, moviendo la cabeza de un lado para otro, pues mi leche estaba hirviendo a toda presión. Y así fue. Estalló en un volcán sin que el parara de meterse mi pijo como un poseído. Cuando eyaculé, deseaba con todas mis fuerzas que el parase, que me dejase correrme en paz, que no aumentara ninguna de las sensaciones que se apelotonaban en mi cuerpo, pues creía morirme. Pero no fue así. Al contrario, su fogosa follada multiplicó por mil todo lo que ...
... sentía y que un grito desgarrador escribió en el aire. Palpitante y agitado, sin ningún control sobre mi fui desfalleciendo poco a poco, como si tras el orgasmo mis fuerzas se perdieran por mi cipote. Tarde tiempo en recuperarme, pues Ángel continuó durante un minuto o más con su follada, hasta que sintió el culo roto. Después, poseídos por la misma turbación caímos uno en brazos del otro. Y allí permanecimos en nuestra vibrante agonía. Lo que restaba de tarde, no paramos de hablar, de acariciarnos, de besarnos. Parecíamos dos quinceañeros ilusionados con el regalo que habían recibido. Tanto él como yo teníamos claro que aquello no había sido un polvo como los demás, y en pequeñas porciones, con la timidez de los primerizos, nos juramos un odio eterno. Sabíamos que nuestra historia no era fácil. Nunca lo fue. Pero en aquellos tiempos con los maricones no se hacían películas, sino chistes. Así que decidimos que aquel odio que nos quemaba se expresase en un código secreto, lleno de disimulos y miradas esquivas, de encuentros casuales y broncas representadas. Cada una de aquellas artimañas era una declaración de rencor en toda regla. Sabíamos qué se ocultaba en cada uno de nuestros movimientos, y no desaprovechábamos la ocasión para gozarlo con todo el odio que nos teníamos. Y así vivíamos felices, sabiendo que ese odio profundo, y que considerábamos eterno, era nuestro pequeño secreto y nuestro gran tesoro. Años después, cuando la historia ya era otra, me encontré en Valencia ...