Ciudad Caliente (1) - Relatos Eróticos

Ciudad Caliente (1)

... desdén. Observó a los recién llegados como quien evalúa una plaga de termitas.

—¿Hola? —dijo, levantando una ceja y omitiendo cualquier saludo formal.

Aldo fue el único que sostuvo la mirada de Constanza. No bajó los ojos ni fingió timidez. Por el contrario, le dedicó una sonrisa pálida, sin dientes, de esas que se usan para provocar y no para agradar.

—Hola —dijo, y el eco fue un reto.

Constanza se permitió un suspiro y se retiró a su cuarto. Cerró la puerta con un golpe seco.

Isabel fingió no notar la tensión. Su misión era otra.

—Hagan de cuenta que están en su casa —dijo, y desapareció hacia la cocina. Volvió a los segundos con una bandeja de vasos y una botella de refresco barata. Sirvió las bebidas con destreza, el escote del vestido inclinándose apenas, lo suficiente para que Marcos y Santiago se miraran en secreto y compartieran una sonrisa de complicidad sexualmente anodina.

Aldo no desvió la atención del entorno. Observó el modo en que Isabel se movía, la forma en que el vestido se le pegaba a las caderas.

—La mudanza fue dura, ¿no? —preguntó, sin levantar la voz.

Isabel le respondió con una sonrisa resignada.

—Lo peor es adaptarse a una cocina nueva. Nada está donde debería estar. Pero me hace feliz saber que mis hijos han hecho amigos tan pronto.

Diego y Matías, instalados en el piso con los controles de la consola, ya habían encendido la televisión y puesto en marcha el videojuego del momento. La sala se llenó de explosiones y ...

... gritos digitales, una guerra a pequeña escala.

Aldo se dejó caer en el sofá, alzando los pies sobre una caja de libros. Marcos y Santiago lo imitaron, aunque con menos naturalidad. Los tres miraban la pantalla como si les fuera la vida, pero ninguno de ellos soltó las armas: las miradas furtivas, los silencios estratégicos, el modo en que se repartían los turnos en el juego. Era claro que la batalla verdadera se libraba fuera del videojuego.

—¿Así que tú eres el mayor? —dijo Santiago, mirando a Diego, que tenía la mandíbula apretada de concentración.

—Nacimos el mismo día —aclaró Diego, sin apartar los ojos del televisor—, pero yo salí primero.

—Dos minutos primero —intervino Matías—, así que no se la crean mucho. Además se sabe que tuviste menos tiempo de oxígeno y por eso eres más imbécil.

Los invitados rieron, pero la risa fue de cortesía.

Isabel, mientras tanto, preparaba en la cocina una bandeja de sandwiches de miga. No podía evitar asomarse cada tanto a la sala, controlando que el bullicio no se convirtiera en caos. Cada vez que miraba, veía a los chicos concentrados y bien comportados, y a los invitados perfectamente educados. Era casi un milagro.

El sonido de una puerta la sobresaltó. Constanza había salido de su cuarto y cruzaba el pasillo rumbo a la cocina.

—¿Qué hacés, mamá? —preguntó, husmeando el contenido de la bandeja.

—Solo preparo algo para nuestros invitados —susurró Isabel, como si temiera ser escuchada.

—Nos los consientas tanto ...